El poder de ser vista
La experiencia sagrada de ser reconocida
Hay algo casi sagrado en la experiencia de ser vista. No se trata solo de que alguien nos mire, sino de que esa mirada nos confirme: “existes, importas, eres valiosa”. Para muchas mujeres, este anhelo comienza en la infancia y se entrelaza con la autoestima, la historia familiar y la cultura que habitamos.
La mirada que forma identidad
Desde niñas, los ojos que nos observan se convierten en espejos.
Una madre que sonríe orgullosa, un padre que nos aplaude, un maestro que reconoce nuestro talento… cada gesto es una semilla que germina en la idea que construimos de nosotras mismas.
La mirada paterna, en particular, tiene un peso simbólico y emocional enorme.
Un padre presente y amoroso transmite a su hija la certeza de que su valor no depende de su apariencia ni de su rendimiento, sino de su ser.
Por el contrario, la ausencia, la crítica constante o la indiferencia pueden dejar un vacío que, en la vida adulta, se transforma en un deseo casi insaciable de validación externa.
La validación femenina en un mundo de expectativas
La cultura amplifica ese deseo. Durante siglos, a las mujeres se les enseñó a complacer, a cuidar, a ser “agradables” para ser aceptadas.
Hoy, aunque hemos ganado espacios de independencia, los mensajes persisten:
Redes sociales que premian la imagen perfecta.
Entornos laborales que exigen demostrar el doble para ser reconocidas.
Vínculos afectivos que a veces se confunden con aprobación.
Así, la validación femenina se convierte en una moneda de cambio: “valgo porque me eligen, porque me aplauden, porque me desean”.
Reconocimiento no es dependencia
Buscar reconocimiento no es negativo; somos seres relacionales.
El problema surge cuando el “ser vista” se convierte en “ser aprobada”.
Si toda nuestra autoestima depende de los likes en redes sociales, de la opinión de una pareja o del visto bueno de la familia, nuestra identidad queda a merced de algo que no controlamos.
La mirada del otro, que debería ser un regalo, se convierte en una cadena.
Reapropiarnos de la mirada
Sanar este patrón implica recuperar nuestra propia forma de mirarnos.
Significa darnos permiso para ser, incluso si nadie aplaude. Algunas prácticas que pueden acompañar este proceso son:
Autoobservación consciente: escribir un diario, practicar mindfulness, reconocer emociones sin juzgarlas.
Terapia o acompañamiento profesional: explorar las heridas de la infancia y la relación con la mirada del padre o la familia.
Círculos de mujeres y amistades sanas: espacios donde la validación surge de la empatía y no de la competencia.
Rituales de cuidado personal: ejercicio, arte o cualquier práctica que recuerde que nuestro cuerpo y creatividad son valiosos en sí mismos.
El poder de ser vista… por una misma
Cuando aprendemos a validarnos internamente, la mirada externa deja de ser una necesidad desesperada y se transforma en un complemento.
El reconocimiento del otro ya no define, sino que celebra. Podemos recibir elogios con gratitud, pero también sostenernos cuando no llegan.
Ser vista, al final, empieza por mirarnos nosotras: reconocer nuestras cicatrices, nuestras victorias, nuestra capacidad de amar.
Es un acto de amor propio que ilumina el camino para que la aprobación externa —cuando llegue— no sea una muleta, sino un reflejo de la plenitud que ya habita en nosotras.