¿Y si los hombres no fueran el problema?
Durante muchos años llevé dentro de mí una batalla silenciosa. No era evidente a simple vista, pero marcaba cada interacción, cada pensamiento, cada expectativa: una desconfianza constante hacia los hombres. Una herida no sanada que me hacía verlos como rivales, amenazas o, en el mejor de los casos, como obstáculos que debía superar sola.
¿De dónde venía todo eso? No hubo un único evento que lo explicara, sino una serie de decepciones. A eso se sumó un discurso cultural que alimentaba la idea de que los hombres eran egoístas, abusivos o incapaces de amar genuinamente. Sin darme cuenta, había adoptado esa narrativa.
Y con esa narrativa, construí una muralla. Una en la que yo debía ser fuerte, autosuficiente, “mejor que ellos”. Mi feminidad se fue endureciendo. Aprendí a desconfiar, a competir, a no necesitar. Y aunque por fuera parecía una mujer segura, por dentro había miedo, soledad… y una gran desconexión.
El punto de quiebre: mirar hacia adentro
No fue una sola conversación ni un solo libro lo que me hizo cambiar. Fue un proceso. Un día, cansada de sentirme en guerra con el mundo, decidí mirar hacia adentro. Lo que encontré fue revelador: el verdadero enemigo no eran los hombres, sino la forma en que había aprendido a verlos.
Me pregunté:
¿Qué pasaría si empezara a ver al hombre no como amenaza, sino como aliado?
¿Qué cambiaría en mí si dejara de juzgarlo por lo que no es, y comenzara a ver lo que sí aporta?
¿Podría sanar mi mirada hacia lo masculino sin renunciar a mi fuerza femenina?
Fue entonces cuando inicié un camino de reconciliación interior. Y en ese proceso, empecé a ver cosas que antes no veía: la ternura en sus silencios, el esfuerzo en sus actos, su capacidad para proteger, proveer, contener. Descubrí que muchos hombres anhelan profundamente ser vistos como héroes, pero el dolor, la crítica o la desvalorización los ha hecho esconder su grandeza.
Del juicio al respeto: una nueva forma de relacionarnos
Comencé a hablar con los hombres desde la escucha, no desde la sospecha. Dejé de usar el filtro del pasado para interpretar cada acto presente. Descubrí que no todos huyen del compromiso; que muchos quieren construir, que luchan cada día por ser mejores, aunque a veces no sepan cómo expresarlo.
Aprendí que la masculinidad no es una amenaza, sino una maravilla. Que cuando el hombre es reconocido, valorado y respetado, se eleva. Se vuelve generoso, protector, confiado, fiel.
Comprendí que los hombres no necesitan que los cambiemos, sino que los comprendamos. Que les demos espacio para ser ellos mismos, sin condiciones.
Y lo más transformador fue esto: al dejar de luchar contra ellos, dejé de luchar contra mí. Pude relajarme, confiar, recibir. Mi feminidad se suavizó. Floreció. La mujer en mí encontró paz.
Hoy elijo ver con nuevos ojos
Hoy no veo enemigos. Veo hermanos, padres, esposos, amigos, líderes, compañeros de vida. Veo hombres que merecen ser reconocidos por lo que sí son, no por lo que otros hicieron mal. Veo héroes silenciosos, luchadores incansables, almas con heridas propias que también están aprendiendo a amar.
Y aunque todavía hay historias de dolor —porque la herida entre lo masculino y lo femenino es real—, sé que cada mujer que elige sanar, que decide mirar con nuevos ojos, se convierte en una portadora de reconciliación.
Un llamado al corazón: sanar la relación con lo masculino
Si tú también has cargado con enojo, desilusión o desconfianza hacia los hombres, hoy te invito a iniciar un nuevo viaje. Uno de transformación interior. No para justificar lo que estuvo mal, sino para abrir espacio a lo que sí puede estar bien.
Empieza por una pregunta:
¿Y si los hombres no son enemigos? ¿Y si pueden ser nuestros héroes?
Te prometo que cuando cambias tu mirada, cambia tu historia.